sábado, 3 de julio de 2010
En el mes de julio de 1797 Nelson arribó con su flota a Tenerife.
Y EL CONTRALMIRANTE NELSON:
Intentaré realizar algunas precisiones sobre El General Gutiérrez y el Contralmirante Nelson basadas en mi libro: “ENTRE PIRATAS”
El Contralmirante conocía que el Puerto de Santa Cruz de La Laguna no contaba con municipio propio, con modestísimas viviendas de pescadores y mareantes, entre las que apenas destacaban, por ser tan humilde como ellas, la parroquia Nuestra Señora de la Concepción y la ermita de la Consolación. Era un pago marinero de San Cristóbal de La Laguna, donde El de Lugo, el conquistador de la isla, teniendo a poco a los guanches, tras la conquista puso su real. Nelson también estaba enterado de que su relevancia actual derivaba de un hecho natural que quebró las aspiraciones del norte de la isla en su predominio comercial. Se quebró el futuro ventajoso de la Isla Baja cuando, en 1706, tres lenguas de lava destruyeran el Puerto de Garachico el más importante puerto de Canarias, después que el volcán lo tragara, engullera como si nunca antes hubiera siquiera existido.
La bahía de Santa Cruz de La Laguna constituía un refugio aparentemente seguro para los galeones, muchos de ellos cargados de tesoros expoliados allende los mares y que hacían un alto en su ruta a Cádiz o Sevilla. La villa estaba ubicada cara al mar abierto y contaba con un desembarcadero y una rada espaciosa. Los barcos que no fondean en ella permanecen a merced de viento y aquellos galeones que se aproximaran con intenciones perversas, arriesgaba en exceso. Al ser descubiertos quedarían a merced del fuego de sus cañones repartían a lo largo de, al menos, tres kilómetros de costas. Estos y otros detalles los conocía perfectamente el contralmirante. Mucho tiempo dedicó al empeño estudiando su situación geográfica. Los servicios secretos de la armada inglesa no ocultaba sus apetencias por el archipiélago; le hicieron cómplice de datos de los que nunca antes dispuso un marino inglés.
Las apetencias de contar con un asidero próximo al continente negro, con una colonia desde donde controlar el tráfico marino con América era codiciado por la inteligencia real Inglesa y fue estudiado, con el mayor sigilo por sus servicios secretos. Por ello contaban con un cúmulo de datos que sólo unos meses antes pudo contrarrestar los enredos de los franceses con Jean-Batista Drouet, a la cabeza, en las colonias inglesas para que obtuvieran su independencia en detrimento de su imperio. Los confidentes que pululaban en la isla, unos por su origen inglés poco escorados a la integración y otros por conciernas crematísticas y comerciales, le informaban de el más nimio de los detalles del Puerto de Santa Cruz de La Laguna.
Contaba con unas 10.000 almas y, desde luego, sería espoleta perfecta para ser utilizado como trampolín para confiscarle a España el resto de la isla, hacerse con el archipiélago y pagar con la misma moneda a los españoles por sus enredos en las colonias anglófilas. Los mercadeos británicos en África y en América dotaban a las islas, las cargaban de importancia estratégica. A ello se adherían los vínculos comerciales que ya de viejo les unían al archipiélago canario. Por otro lado, en el especto comercial una clase social pro anglófila enriquecida con el negocio con los británicos mucho más rentable que con la propia España ocupada en otras cosas.
Tardó en llegar a Tenerife la noticia y lo hizo el día primero de noviembre de 1796, la tuvo en sus manos el General Gutiérrez el 5 de de Octubre: S.M. Católica Carlos IV había declarado la guerra al Rey de Inglaterra, a sus Reinos y Súbditos y al militar le produjo ardor de estómago y una risa nerviosa que no podía parar su indignación y contrariedad. No soportaba ver como desde la metrópolis se le pedía máxima precaución, se le encarecía extrema vigilancia y, sin embargo, no llegaban refuerzos y no se atendían a sus requerimientos.
Gritó en su aposento, golpeó la mesa y comentó:
-Se olvidan de su colonia, me han desterrado a una ratonera.
Sin embargo, cuando Antonio Miguel Gutiérrez González-Varona arribó a Canarias con el grado de Comandante General de la colonia venteaba ya rancio para queso fresco. Le prendieron los años a empellones y al ver el panorama del lugar donde le confinaron, en el África que detestaba, de la que abominaba por sus deplorables recuerdos en Argel; de aquella maldita batalla donde estuvo a punto de criar malvas, solo le faltó prender a llorar al llegar a Tenerife. Sacó el pañuelo y tosió asmático como si quisiera escupir a pedacitos su pulmón. Miró en su entorno, suspiro largo aunque con el poco oxigeno que le ventilará sus viseras y le salvó la presencia de su Ayuda, al que ya, las comidillas provincianas avisadas por los cotillas de turno, le apodan, con coña, “El Sobrino”.
Durante el viaje un asma flemosa avejentaba sus sesenta y dos eneros incubados entre pecho y espalda. Fue recibido por los Señores de la isla con una fanfarria pueblerina que le postraban en un cabreo sordo; al llegar al desembarcadero, apenas emprendió una triste sonrisa. Después de tantos sinsabores le jubilaban alejado de su Aranda del Duero. No fueron comprensivos su añoranza de gastar su vejes con sus paisanos. Sin embargo, como buen militar la disciplina manda y órdenes son leyes. Pensó en su carrera en el ejército y le dolió aquel exilio, pero se conformó mirando a los que el acompañaban y que compartían destino con él. Soñaba algo mejor para sus últimos años, para alguien que desde el año 1770 era mariscal de campo.
El mar, los conflictos bélicos, junto a la sal arrugando su piel le aportó un tremendo temperamento, seco y duro. Pero cariños y tierno para con los próximos. Contaba con una mirada enérgica que contrastaba con lo decrépito de su porte, había nacido por los deseos del divino para una prolongada entrega al ejército. No perdió los años mozos precisamente en correr detrás de las mujeres y brindó su fastidiada existencia a las guerras de España.
Era un hijo de la época colonial donde el robo se apellidaba ampliar el imperio para esplendor de Dios. Pero, como siempre ha sucedido “quien no guarda la finca le ponen medianero” e Inglaterra lo pretendía. Como cantaban en las tabernas de la isla:
-Para una puta otra.
Por ello, cuando Gutiérrez llegó a Canarias a finales de enero de 1791, se dispuso a no perder el tiempo pues era conocedor por los correveidiles de las disputas coloniales. Emprendió, nada más poner su cansada bota en Tenerife, un estudio concienzudo de las defensas del archipiélago. No comprendió la ligereza del Rey más interesado en cobrar impuestos que en proteger a sus súbditos. Monarca que le importaba un bledo lo que sucediera en su colonia al norte del África. Pero el Comandante General no se achicó con los contratiempos, pidió ayuda a la metrópolis y, cuando cerraron sus oídos a sus suplicas, entendió que tenía que buscarse la vida por si mismo y ordenó, de inmediato, actualizar el plan general de defensa, que tuteló personalmente corrigiendo y ordenando lo militarmente correcto, su experiencia le sirvió de algo. Para su cumplimiento dictó numerosas providencias y recomendaciones, efectuó diversos nombramientos y, conociendo que la sorpresa era la mejor arma del Inglés, organizó una serie de puestos de observación en las atalayas para que los vigías o atalayeros avisasen con banderas y señales de fuego de cuanto se viera en el horizonte, también preparó mensajeros a pie y a caballo para recibir con prontitud los partes emitidos por sus subordinados y estar puntualmente informado.
Por el otro lado Nelson acostumbrado al ataque por sorpresa el regusto de una victoria aguerrida le regalaba vanidad, pero a un tiempo le exigía premeditación y astucia. Entre sábanas cavilaba los pormenores de la añorada conquista de las islas, soñaba con el halago que sus oídos recibiría una vez llegado a Inglaterra con unas islas conquistadas para el imperio en África.
El Contralmirante con las instrucciones dadas por escrito por el Almirante Jervis, el 12 de abril, somete a sus oficiales el plan trazado, los cita a todos en el alcázar de su buque. Les comenta que la encomienda, no sin cierta dificultar, es factible. Les hace llegar que el puerto de Santa Cruz dispone de buen anclaje siendo factible alcanzarlo por sorpresa amparándose en la noche. Lo estimula con el recuerdo Blake. La idea proyectada en principio consistía en desembarcar en un punto de la costa santacrucera y cortar las conducciones de agua hechas de madera que suministraban a la villa de Santa Cruz; el plan haría caer en sus manos la presa con cierta facilidad. Aquel pago de La Laguna, según les comenta, sólo cuenta con casas de una planta y a lo sumo de dos, pero carece incluso de sistema de alcantarillas. Lo más importante en este plan inicial es que dependía del agua que llegaba por aquellos conductos de madera. Si se materializa la primera fase de su plan lograría someter del enclave en un santiamén. La rendición sería inevitable en pocas jornadas, el botín colmaría sus alforjas sin excesivos costes. Sabía que Tenerife carecía de fortificaciones significativas. El contralmirante disponía de información puntual y comentó entre sus oficiales que no es de temer en exceso los Castillo de San Cristóbal y de Paso Alto; sin embargo, no le dio mayor importancia a los Castillo de San Juan, al Fuerte de San Miguel y las Baterías de la Concepción, del Flanco de San Telmo, de San Francisco, de San Juan, de Las Cruces y de Barranco Hondo, así como la Torre de San Andrés fuera de la línea de Santa Cruz, de así como tampoco otras fortificaciones secundarias que se desparramaban a los largo de la costa. En cuanto al Castillo de San Cristóbal donde basculaba su estrategia conocía el informe que el ingeniero Lartiué emitió en 1792 y que en esencia venía a decir: “Se considera como punto céntrico de toda la Línea y población de Santa Cruz de Tenerife; está dado por inútil e insuficiente por infinidad de defectos de construcción, de defensas y deterioros”
Ha llegado la hora, las órdenes directas las recibe de Jervis el 14 de julio, su jefe ha hecho suyas las recomendaciones de Nelson.
La estrategia era meridiana: desembarcar con sigilo, aprovechando la noche para no ser descubiertos, en la playa de Valle Seco y avanzar en la oscuridad, introducirse tierra adentro ocupar el Risco de Altura, situarse a la retaguardia del castillo de Paso Alto. Si se lograba esta primera fase del plan, después todo sería un divertimento. Atacarían el castillo, por su retaguardia, hasta rendir a su guarnición. Nelson del miedo que despertaba él y su flota, sabía de su fama y confiaba rendir al Castillo de San Cristóbal; incluso conocía personalmente al General Gutiérrez. Pero al contralmirante no le gustaba dejar detalle al hacer y previó incluso que sus planes no saliesen como se habían propuesto: que la toma de Paso Alto no derivase en la conquista del otro castillo. Planeó, alternativamente, dirigir a sus hombres en tierra al muelle y atacar el Castillo de San Cristóbal que el lejano de 25 de julio de 1575 mandó a construir por Felipe II en la Real. Hasta desarticular la defensa artillera; después, desembarcar cómodamente el resto de las fuerzas que sin mayores inconvenientes se harán con el control total de la plaza.
Nelson por los datos que contaba creía que las fortificaciones que se repartían a lo largo del literal Santacrucero habían sido edificadas para evitar ataques provenientes del mar, pero soportarían las acometidas desde tierra. El intríngulis del atrevido plan de conquista giraba en torno a la premisa de rendir la plaza por sorpresa y, después, encadenada a su victoria, vendría el resto, como un azucarillo caerían a sus pies, toda la isla quedaría a su merced.
Jervís le entregó las órdenes escritas referentes a la misión propuesta. Le confiaba el mando de una escuadra formada por ocho navíos de guerra y, a ellos se añadió una bombarda española que acababan de capturar al aproximarse a la plaza. La oficialidad que asumía el mando pertenecía a una élite de colaboradores y amigos personales de Nelson, aunque no pudo reclutar los marinos que pretendía, creía poder conseguirlo con los que le acompañaban.
Las instrucciones escritas eran claras: Tomar la ciudad de Santa Cruz por medio de un asalto rápido y vigoroso. En caso de éxito, obligar a los habitantes y a los del distrito adyacente al pago de una fuerte contribución. Si no le entregaban el cargamento del Príncipe de Asturias y los otros tesoros perteneciente al rey de España, tomar, echar a pique, incendiar y destruir toda clase de embarcaciones, incluidas las de la pesca de Berbería. Como condición impondría a los habitantes de las islas el pago de una golosa contribución en concepto de rescate.
Intentaré realizar algunas precisiones sobre El General Gutiérrez y el Contralmirante Nelson basadas en mi libro: “ENTRE PIRATAS”
El Contralmirante conocía que el Puerto de Santa Cruz de La Laguna no contaba con municipio propio, con modestísimas viviendas de pescadores y mareantes, entre las que apenas destacaban, por ser tan humilde como ellas, la parroquia Nuestra Señora de la Concepción y la ermita de la Consolación. Era un pago marinero de San Cristóbal de La Laguna, donde El de Lugo, el conquistador de la isla, teniendo a poco a los guanches, tras la conquista puso su real. Nelson también estaba enterado de que su relevancia actual derivaba de un hecho natural que quebró las aspiraciones del norte de la isla en su predominio comercial. Se quebró el futuro ventajoso de la Isla Baja cuando, en 1706, tres lenguas de lava destruyeran el Puerto de Garachico el más importante puerto de Canarias, después que el volcán lo tragara, engullera como si nunca antes hubiera siquiera existido.
La bahía de Santa Cruz de La Laguna constituía un refugio aparentemente seguro para los galeones, muchos de ellos cargados de tesoros expoliados allende los mares y que hacían un alto en su ruta a Cádiz o Sevilla. La villa estaba ubicada cara al mar abierto y contaba con un desembarcadero y una rada espaciosa. Los barcos que no fondean en ella permanecen a merced de viento y aquellos galeones que se aproximaran con intenciones perversas, arriesgaba en exceso. Al ser descubiertos quedarían a merced del fuego de sus cañones repartían a lo largo de, al menos, tres kilómetros de costas. Estos y otros detalles los conocía perfectamente el contralmirante. Mucho tiempo dedicó al empeño estudiando su situación geográfica. Los servicios secretos de la armada inglesa no ocultaba sus apetencias por el archipiélago; le hicieron cómplice de datos de los que nunca antes dispuso un marino inglés.
Las apetencias de contar con un asidero próximo al continente negro, con una colonia desde donde controlar el tráfico marino con América era codiciado por la inteligencia real Inglesa y fue estudiado, con el mayor sigilo por sus servicios secretos. Por ello contaban con un cúmulo de datos que sólo unos meses antes pudo contrarrestar los enredos de los franceses con Jean-Batista Drouet, a la cabeza, en las colonias inglesas para que obtuvieran su independencia en detrimento de su imperio. Los confidentes que pululaban en la isla, unos por su origen inglés poco escorados a la integración y otros por conciernas crematísticas y comerciales, le informaban de el más nimio de los detalles del Puerto de Santa Cruz de La Laguna.
Contaba con unas 10.000 almas y, desde luego, sería espoleta perfecta para ser utilizado como trampolín para confiscarle a España el resto de la isla, hacerse con el archipiélago y pagar con la misma moneda a los españoles por sus enredos en las colonias anglófilas. Los mercadeos británicos en África y en América dotaban a las islas, las cargaban de importancia estratégica. A ello se adherían los vínculos comerciales que ya de viejo les unían al archipiélago canario. Por otro lado, en el especto comercial una clase social pro anglófila enriquecida con el negocio con los británicos mucho más rentable que con la propia España ocupada en otras cosas.
Tardó en llegar a Tenerife la noticia y lo hizo el día primero de noviembre de 1796, la tuvo en sus manos el General Gutiérrez el 5 de de Octubre: S.M. Católica Carlos IV había declarado la guerra al Rey de Inglaterra, a sus Reinos y Súbditos y al militar le produjo ardor de estómago y una risa nerviosa que no podía parar su indignación y contrariedad. No soportaba ver como desde la metrópolis se le pedía máxima precaución, se le encarecía extrema vigilancia y, sin embargo, no llegaban refuerzos y no se atendían a sus requerimientos.
Gritó en su aposento, golpeó la mesa y comentó:
-Se olvidan de su colonia, me han desterrado a una ratonera.
Sin embargo, cuando Antonio Miguel Gutiérrez González-Varona arribó a Canarias con el grado de Comandante General de la colonia venteaba ya rancio para queso fresco. Le prendieron los años a empellones y al ver el panorama del lugar donde le confinaron, en el África que detestaba, de la que abominaba por sus deplorables recuerdos en Argel; de aquella maldita batalla donde estuvo a punto de criar malvas, solo le faltó prender a llorar al llegar a Tenerife. Sacó el pañuelo y tosió asmático como si quisiera escupir a pedacitos su pulmón. Miró en su entorno, suspiro largo aunque con el poco oxigeno que le ventilará sus viseras y le salvó la presencia de su Ayuda, al que ya, las comidillas provincianas avisadas por los cotillas de turno, le apodan, con coña, “El Sobrino”.
Durante el viaje un asma flemosa avejentaba sus sesenta y dos eneros incubados entre pecho y espalda. Fue recibido por los Señores de la isla con una fanfarria pueblerina que le postraban en un cabreo sordo; al llegar al desembarcadero, apenas emprendió una triste sonrisa. Después de tantos sinsabores le jubilaban alejado de su Aranda del Duero. No fueron comprensivos su añoranza de gastar su vejes con sus paisanos. Sin embargo, como buen militar la disciplina manda y órdenes son leyes. Pensó en su carrera en el ejército y le dolió aquel exilio, pero se conformó mirando a los que el acompañaban y que compartían destino con él. Soñaba algo mejor para sus últimos años, para alguien que desde el año 1770 era mariscal de campo.
El mar, los conflictos bélicos, junto a la sal arrugando su piel le aportó un tremendo temperamento, seco y duro. Pero cariños y tierno para con los próximos. Contaba con una mirada enérgica que contrastaba con lo decrépito de su porte, había nacido por los deseos del divino para una prolongada entrega al ejército. No perdió los años mozos precisamente en correr detrás de las mujeres y brindó su fastidiada existencia a las guerras de España.
Era un hijo de la época colonial donde el robo se apellidaba ampliar el imperio para esplendor de Dios. Pero, como siempre ha sucedido “quien no guarda la finca le ponen medianero” e Inglaterra lo pretendía. Como cantaban en las tabernas de la isla:
-Para una puta otra.
Por ello, cuando Gutiérrez llegó a Canarias a finales de enero de 1791, se dispuso a no perder el tiempo pues era conocedor por los correveidiles de las disputas coloniales. Emprendió, nada más poner su cansada bota en Tenerife, un estudio concienzudo de las defensas del archipiélago. No comprendió la ligereza del Rey más interesado en cobrar impuestos que en proteger a sus súbditos. Monarca que le importaba un bledo lo que sucediera en su colonia al norte del África. Pero el Comandante General no se achicó con los contratiempos, pidió ayuda a la metrópolis y, cuando cerraron sus oídos a sus suplicas, entendió que tenía que buscarse la vida por si mismo y ordenó, de inmediato, actualizar el plan general de defensa, que tuteló personalmente corrigiendo y ordenando lo militarmente correcto, su experiencia le sirvió de algo. Para su cumplimiento dictó numerosas providencias y recomendaciones, efectuó diversos nombramientos y, conociendo que la sorpresa era la mejor arma del Inglés, organizó una serie de puestos de observación en las atalayas para que los vigías o atalayeros avisasen con banderas y señales de fuego de cuanto se viera en el horizonte, también preparó mensajeros a pie y a caballo para recibir con prontitud los partes emitidos por sus subordinados y estar puntualmente informado.
Por el otro lado Nelson acostumbrado al ataque por sorpresa el regusto de una victoria aguerrida le regalaba vanidad, pero a un tiempo le exigía premeditación y astucia. Entre sábanas cavilaba los pormenores de la añorada conquista de las islas, soñaba con el halago que sus oídos recibiría una vez llegado a Inglaterra con unas islas conquistadas para el imperio en África.
El Contralmirante con las instrucciones dadas por escrito por el Almirante Jervis, el 12 de abril, somete a sus oficiales el plan trazado, los cita a todos en el alcázar de su buque. Les comenta que la encomienda, no sin cierta dificultar, es factible. Les hace llegar que el puerto de Santa Cruz dispone de buen anclaje siendo factible alcanzarlo por sorpresa amparándose en la noche. Lo estimula con el recuerdo Blake. La idea proyectada en principio consistía en desembarcar en un punto de la costa santacrucera y cortar las conducciones de agua hechas de madera que suministraban a la villa de Santa Cruz; el plan haría caer en sus manos la presa con cierta facilidad. Aquel pago de La Laguna, según les comenta, sólo cuenta con casas de una planta y a lo sumo de dos, pero carece incluso de sistema de alcantarillas. Lo más importante en este plan inicial es que dependía del agua que llegaba por aquellos conductos de madera. Si se materializa la primera fase de su plan lograría someter del enclave en un santiamén. La rendición sería inevitable en pocas jornadas, el botín colmaría sus alforjas sin excesivos costes. Sabía que Tenerife carecía de fortificaciones significativas. El contralmirante disponía de información puntual y comentó entre sus oficiales que no es de temer en exceso los Castillo de San Cristóbal y de Paso Alto; sin embargo, no le dio mayor importancia a los Castillo de San Juan, al Fuerte de San Miguel y las Baterías de la Concepción, del Flanco de San Telmo, de San Francisco, de San Juan, de Las Cruces y de Barranco Hondo, así como la Torre de San Andrés fuera de la línea de Santa Cruz, de así como tampoco otras fortificaciones secundarias que se desparramaban a los largo de la costa. En cuanto al Castillo de San Cristóbal donde basculaba su estrategia conocía el informe que el ingeniero Lartiué emitió en 1792 y que en esencia venía a decir: “Se considera como punto céntrico de toda la Línea y población de Santa Cruz de Tenerife; está dado por inútil e insuficiente por infinidad de defectos de construcción, de defensas y deterioros”
Ha llegado la hora, las órdenes directas las recibe de Jervis el 14 de julio, su jefe ha hecho suyas las recomendaciones de Nelson.
La estrategia era meridiana: desembarcar con sigilo, aprovechando la noche para no ser descubiertos, en la playa de Valle Seco y avanzar en la oscuridad, introducirse tierra adentro ocupar el Risco de Altura, situarse a la retaguardia del castillo de Paso Alto. Si se lograba esta primera fase del plan, después todo sería un divertimento. Atacarían el castillo, por su retaguardia, hasta rendir a su guarnición. Nelson del miedo que despertaba él y su flota, sabía de su fama y confiaba rendir al Castillo de San Cristóbal; incluso conocía personalmente al General Gutiérrez. Pero al contralmirante no le gustaba dejar detalle al hacer y previó incluso que sus planes no saliesen como se habían propuesto: que la toma de Paso Alto no derivase en la conquista del otro castillo. Planeó, alternativamente, dirigir a sus hombres en tierra al muelle y atacar el Castillo de San Cristóbal que el lejano de 25 de julio de 1575 mandó a construir por Felipe II en la Real. Hasta desarticular la defensa artillera; después, desembarcar cómodamente el resto de las fuerzas que sin mayores inconvenientes se harán con el control total de la plaza.
Nelson por los datos que contaba creía que las fortificaciones que se repartían a lo largo del literal Santacrucero habían sido edificadas para evitar ataques provenientes del mar, pero soportarían las acometidas desde tierra. El intríngulis del atrevido plan de conquista giraba en torno a la premisa de rendir la plaza por sorpresa y, después, encadenada a su victoria, vendría el resto, como un azucarillo caerían a sus pies, toda la isla quedaría a su merced.
Jervís le entregó las órdenes escritas referentes a la misión propuesta. Le confiaba el mando de una escuadra formada por ocho navíos de guerra y, a ellos se añadió una bombarda española que acababan de capturar al aproximarse a la plaza. La oficialidad que asumía el mando pertenecía a una élite de colaboradores y amigos personales de Nelson, aunque no pudo reclutar los marinos que pretendía, creía poder conseguirlo con los que le acompañaban.
Las instrucciones escritas eran claras: Tomar la ciudad de Santa Cruz por medio de un asalto rápido y vigoroso. En caso de éxito, obligar a los habitantes y a los del distrito adyacente al pago de una fuerte contribución. Si no le entregaban el cargamento del Príncipe de Asturias y los otros tesoros perteneciente al rey de España, tomar, echar a pique, incendiar y destruir toda clase de embarcaciones, incluidas las de la pesca de Berbería. Como condición impondría a los habitantes de las islas el pago de una golosa contribución en concepto de rescate.
Suscribirse a Entradas [Atom]