sábado, 10 de julio de 2010
Canarias pudo ser una colonia inglesa.
Muchos canarios se preguntan qué hubiera sucedido en el supuesto de que los ingleses hubieran arrebatado a España Las Islas Canarias, su colonia en África , y. por ello, quiero recordar lo que sucedió entre el día 21 y 22 de Julio de aquel ventoso mes de julio de 1797. Bebo de las fuentes de los no suficientemente valorados doctores Don Antonio Rumeu de Armas y Don Alejandro Ciaranescu; sin olvidar, historiadores inglesas y francesas por la implicación de sus países en aquel acontecimiento.
EL ATAQUE DE NELSON POR EL MUELLE.
“Tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo fuego de las baterías de la ciudad y mañana probablemente será coronada mi cabeza con laureles o con cipreses”
Carta de Nelson a Jervis, tras fracasar en el primer intento.
A pesar de los contratiempos y del claro fracaso de los días anteriores Nelson no cejó en su empeño de hacerse con el puerto de Santa Cruz de La Laguna. No tomó ventaja de su condición de contralmirante y se dispuso a personalmente comandar a sus hombres en la que sabía era la opción más arriesgada en caso de ser descubiertos ante de tomar tierra.
En la derrota anterior tuvo un papel relevante el pueblo llano, como nos empresa Valverde;
“…y no habiendo bestias para que condujeran el agua a nuestros tropa, que era lo que mas apetecían por el mucho calor, se ofrecieron las mujeres que tienen el oficio de aguadoras en el pueblo a conducirlas sobre sus cabezas, por un cerro tan pendiente y áspero que ninguna había transitado; luego que condujeron la agua se personaron a llevar canastos de fruta, pan y demás socorros…”
En la derrota anterior tuvo un papel relevante el pueblo llano, como nos empresa Valverde;
“…y no habiendo bestias para que condujeran el agua a nuestros tropa, que era lo que mas apetecían por el mucho calor, se ofrecieron las mujeres que tienen el oficio de aguadoras en el pueblo a conducirlas sobre sus cabezas, por un cerro tan pendiente y áspero que ninguna había transitado; luego que condujeron la agua se personaron a llevar canastos de fruta, pan y demás socorros…”
El contralmirante ordenó a las lanchas partir al unísono precedidas por el Cúter Fox; deberían acceder a tierra más o menos al mismo tiempo. Apelaba a la oscuridad de aquella ventosa noche para evitar ser descubiertas y quedar a tiro de la plaza, Nelson ordenó forrar con lonas los remos para evitar el ruido al bogar sobre el encrespado mar tomado por una resaca a que nos tiene acostumbradas las islas en los ventosos meses de Julio.
Las fuerzas invasoras se organizaron en seis divisiones. Una de ellas la comandaba personalmente Nelson, acompañado de su hijastro Nisbet. Pocos días antes, el 21 y 22 de julio, había fracasado en su intentó de hacerse militarmente con la fortificación Central; se debió aquel intento por la fiera defensa de los Nivarios; es importante dejar constancia de la participación del pueblo llano en este importante acontecimiento. Los planes de Nelson cayeron por tierra al no po0der acallar desde la altura la defensa de la fortificación de Paso Alto como tenía previsto. Pero es que ni siquiera logró poner en práctica su plan de enviaba a un parlamentario Troubridge del Culloden que exigiera al General Gutiérrez la rendición del castillo. Su comandante en tierra portaba una carta de intimidación escrita personalmente por el propio Nelson. Amenazaba, en caso de negativa, con atacar directamente el Castillo; las tropas desembarcadas caerían sobre la fortaleza. Contaban con la ayuda de una andanada de cañonazos de su flota alienada, en formación de combate, a pocas millas de la plaza.
A las 21 horas del día 24, según lo previsto, unos 700 hombres embarcan en los 29 botes, 180 en el cúter Fox y 80 en el barco apresado el día antes a los nivarios en aguas próximas a la bahía. Nelson contaba con seis divisiones, mandados por los siete capitanes de la escuadra, y se repartían en decenas de lanchas, iban provistos de sables, hachas, sierras y escalas para el asalto del castillo, además de cañones de campaña. Las once de la noche fue dada la señal. A la una y media de la madrugada habían llegado a distancia de una mitad de tiro de cañón del martillo que formaba el extremo del muelle, sin que nadie los hubiera descubierto. Pero se rompió la sorpresa cuando las defensas les otearon poquito antes del desembarco en el pequeño muelle.
El General Gutiérrez ordenó la bienvenida con el fuego de cañones de las baterías desplegadas de un extremo a otro de la playa que encendieron el cielo con su ensordecedora metralla. Casi al mismo tiempo, las lanchas tuvieron que separarse por el viento racheado y las corrientes cambiantes. Sólo algunas supieron mantener su rumbo en dirección al muelle, pero la mayor parte de las lanchas fueron arrastradas por el fuerte oleaje más allá, en dirección SO.
La ventolera era tal y las corrientes arreciaban con tanto vigor que la lanchas invasoras se dividieron en tres grupos de asalto: uno que alcanzó su objetivo en el muelle, otro grupo que, a duras penas, pudo tomar tierra al sur de la caleta de la Aduana y el tercero que fue arrastrado por las corrientes marinas todavía más al sur, casi a la desembocadura del barranco de Santos. En resumidas cuentas sólo cinco lanchas consiguieron llegar al muelle y playas contiguas.
A eso de las 2,30 horas de la madrugada los defensores del Casillo de San Miguel al mando del subteniente D. José Marrero y con algunos franceses del bergantín La Mutine con su capitán Monsieur Ponmiés y Mr. Faust, que estaban en el castillo como agregados, advierten la proximidad de botes ingleses y el propio D. José Marrero con una bocina grita al barco inmediato La Princesa, que estaba en la bahía, dándoles el aviso y también para la noticia a la Batería de Santa Teresa que estaba a su derecha, (cuyos artilleros Francisco Borges, Francisco Días, Antonio González, Nicolás de la Rosa y José Chitz), y estos a su vez a los de la Batería de San Antonio y así sucesivamente a toda la cortina abren fuego con los cañones de las distintas baterías y castillos, así como la fusilería desde las casas próximas.
El contralmirante tuvo que acomodarse a los acontecimientos adversos. Confiaba en la destreza y pericia de los marinos a sus órdenes capaces de todo para obtener la rendición de la villa. La resaca acrecentaba por instantes y desmembraba a un más a los invasores ingleses. Los recién llegados no esperaban el bautizo de pólvora y llamas que les deparo el ser descubiertos antes de lo planeado. Era un infierno, desde la fortaleza y el muelle, desde la muralla, la plaza y hasta desde las ventanas de las casas que miran al mar les dieron leña sin cuartel, los canarios no estaban dispuestos a ceder ante una flota invasora que amenazaba sus vidas; una ola de patriotismo rondó por la villa, algunos se aprestaron a la defensa con lo que hallaron a mano, rozaderas, horquetas, hachas, podotas y cualquier objeto punzante; sin embargo, otros amedrentados corrieron temerosos por sus vidas al interior de la isla, incluso a sabiendas de la orden del General de pasar por las armas cualquier desertor.
EI grupo de lanchas que logró llegar al muelle sufría severas pérdidas. En el muelle, apostados tras cualquier parapeto, los esperaba una muchedumbre de paisanos y milicianos, que salían a defender la villa. Muchos nivarios, milicianos y paisanos, se lanzaban al ataque directo contra los marinos desembarcados sin miedo por su pellejo, el cuerpo a cuerpo regaba de sangre el desembarco y endulzaría el estómago de los peces de la bahía. El capitán Thompson y los hombres de las dos primeras lanchas fueron los primeros en poner sus botas en la escalera de acceso al muelle, lo hacían a cuerpo descubierto. Muchos marinos caían muertos a sus pies acribillados a balazos que les propinaban los defensores. A las dos primeras les seguía una tercera lancha repleta de invasores y a esta una cuarta donde llegaba precisamente Nelson. Freemantle, Richar Bowen y los hombres de cinco lanchas logran desembarcar en el muelle con más de cien atacantes no fue suficiente la tormenta de fuego para cortarles el acceso a la villa. Los marineros bogando con vigor se esforzaban contra las inclemencias del tiempo, la resaca propia del mes de julio les dificultaba el acceso al desembarcadero, remaban contra la corriente, gritando y maldiciendo hasta dejar sus embarcaciones junto a la escalera del muelle; el primero en asirse fue Bowen, le siguió Freematle y cuando ambos se disponían a tender la mano al contralmirante para ayudarle a desembarcar, con gran pesar, le vieron mal herido entre los doloridos brazos de su hijastro Nisbet.
Entre fogonazos, estampidos y reventones de metralla Nelson casi alcanzaba con su bota militar el suelo nivario, llamado así por la nieve que cubre el Teide. Cuando se dispone a poner su pie en tierra blandiendo su espada en alto, recibió un certero disparo que le hirió de rebote con un casco de metralla en el brazo derecho, a la altura del codo. El valiente militar pretendió asir, de nuevo, la espada pero se desprendió de su mano yerta para ir a caer en el fondo de la embarcación. A duras penas Nisbet reclinó a su padrastro cuidadosamente en el fondo de la lancha, le cubrió el brazo con el bicornio para evitar la impresión que la sangre que manaba a borbotones producía en su ánimo y se dedicó a taponar las venas del almirante con jirones de tela de uno de los marinos que le acompañaba; dada las órdenes precisas la lancha se dispone a retornar a la flota que se parapetaba frente a la bahía y se aparta tambaleante de la escollera del muelle; si la suerte le dio la espalda a Nelson en aquella noche, el inglés también pudo observar, con el alma encogida, como el cúter Fox, conducido por el teniente John Gilson, recibía un certero disparo en la misma línea de flotación procedente del Castillo de Paso Alto y el mar lo inundó, casi lo tragó en un eructo burbujeante; al mismo tiempo que otros cañones de San Pedro y de las baterías de la izquierda lo martilleaban con tal precisión que con un relincho se lo zampo el mar, previa una explosión que lo lanzó por los aires como un tizón encendido ante la satisfacción de los artilleros que victorearon por el pepinazo que hundió el cúter invasor. Murió preso del dolor su comandante desmembrado por la metralla y, al menos, 97 de los 180 hombres que el cúter acarreaba a tierra aquella desventura noche, uno por los disparos y otros heridos perecieron ahogados en las aguas revueltas de aquella noche sangrienta. Pero todo no estaba perdido para el inglés que llegó a Nivaria a dar un patada en el culo al rey español en el culo de los canarios.
Los invasores que, entre fogonazos de metralla, han logrado desembarcar clavan sus cañones corriendo a toda prisa y se parapetan en la Casilla del resguardo, recibiendo fuego cruzada que provenía de cualquier lugar de la costa. Fundamentalmente de la artillería del Castillo de San Cristóbal y de la batería de Santo Domingo. Los nivarios, aquella aciaga noche, iluminada por la metralla les saludan con los 67 cañones que cubren el frente de Santa Cruz. Los milicianos desplegados y emboscados en la Alameda de la Marina les asechan, les esperan ocultos en la penumbra, por instantes, iluminada. Se abren paso los desembarcados incluso luchado cuerpo a cuerpo con los milicianos que se abalanzan, sin cuartel, contra los invasores. Caen muertos Richard Bowen que meses atrás avergonzó al general Gutiérrez robándole una fragata con su cargamento y también, sucumbió el comandante de la fragata Terpsichore y los tenientes Thorpe, Earnshaw, Weerterhead y John Baishar; muchos paisanos también sucumbieron en aquella hora de lucha frontal y sin cuartel.
Nelson regresa al Theseus gravemente herido en su brazo derecho, en la semiinconsciencia se creyó perdido, desde lo alto se veía en los brazos de su hijastro Nisbeth que lo acostaba en el fondo de la lancha y con tiras desgarradas de la camisa de uno de sus marineros de ojos asombrados vendaba fuertemente su brazo para parar la hemorragia. Apretaba el torniquete más arriba del codo derecho para impedir que se desangrase por la herida abierta. Mientras tanto, la lancha había emprendido el regreso para conducirle a bordo del Theseus. Nelson seguía aturdido por el dolor y la pérdida de sangre, pero no lo suficiente para dejar de dar órdenes de ayuda a los náufragos del cúter Fox.
Lo condujeron al Theseus, donde lo izaron, no sin dificultad, por medio de una cuerda arrollada alrededor del brazo válido. Digno y haciendo acopio de sus últimas energías rechazó cualquier otra ayuda. Una vez en cubierta, el cirujano francés acabó con un serrucho la obra empezada por la metralla canaria. Cercenó la carne y el húmero, hasta desprenderlo del brazo con el mismo sonido con que se corta una rama del tronco central. El francés mancó por lo sano para evitar infecciones y cangrenas; ligó como pudo las venas y las arterias del muñón y el serrucho le sirvió para seccionar el hueso ante los ojos espantados de los presentes que le acompañaban en aquel penoso estado. Todas las amputaciones tienen mucho de carnicería y el cirujano de matarife, pero aquélla fue de verdad una auténtica masacre, dolor, carne y huesos desmembrados y sangre a mansalva. Nelson soportó la operación con ejemplar entereza y, cuando se le preguntó qué se había hacer con el brazo separado, dijo con sorna que lo tiraran al agua, en el mismo saco que cubría el cadáver de uno de sus hombres, flotó por un instante y se hundió con cautela en las aguas de Nivaria mientras los fogonazos recordaban que en tierra la lucha sin cuartel proseguía. Recordaba ahora a su padre pastor protestante en su parroquia repartiendo consejos; el dolor en su rostro de su progenitor al perder 8 de los 11 hijos que tuvo sin manifestar una queja a su Dios que se lo llevó; volvió a conformarse y balbuceó:
-Yo, al menos, me he aproximado a los cuarenta años; años que mis pobres hermanos ni siquiera pudieron disfrutar.
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