domingo, 30 de mayo de 2010
DÍA DE CANALLAS 2010
En el cantar del Mío Cid se alzó la leyenda de Rodrigo Díaz de Vivar que apoyara a Sancho II en contra de Alfonso VI de León; su mito se sustenta en su lucha con los reyes moros. En este humilde relato quiero homenajear al que fuera Mencey de Anaga que prefirió suicidarse antes de someterse al invasor español y entró en la leyenda del pueblo canaria como “El Mencey Loco”.
LEYENDAS CANARIAS: BENEHARO EL MENCEY DE ANAGA:
EL MENCEY LOCO
El de Lugo, con dedos pegajosos de oscuras unas negras, hurgó en el bolsillo de su jubón, extrajo un pergamino nacarado, lo desenredó con ansiedad y volvió a releerlo mientras se le encendían de codicia sus ojos fatuos:
“Nos, Don Fernando y Doña Isabel, por la Gracia de Dios Rey y Reina de Castilla y León, Toledo, Sicilia, Portugal, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Algeciras, Gibraltar, Príncipes de Aragón, Vizcaya y Molina:
Ordenamos a
Vos Alonso Fernández de Lugo, conquistar las Islas de la Palma y Tenerife que se encuentran en manos de paganos canarios, y someterlas a Nos en nombre de Dios para honra nuestra.
Por eso es nuestro deseo y voluntar apoyar a Vos, por lo que de las arcas reales os concedemos setecientos mil maravedíes. Igualmente nombramos a Vos
Nuestro Capitán General
Y os damos en propiedad todo el ganado, tierra y agua, que conforme a su buen parecer pudiese repartir, así como todos los tribunos que con ello consiga”.
Por fin seria suya, la mayor y más poblada de las islas canarias, la triangular de profundos barrancos, pedregosos senderos, espesos bosques, escarpados murallones rocosos y donde destaca el Echeyde desde el que soplan vapores venenosos por su ancha boca; algunos monjes había regresado de Güímar y proporcionado valiosa información al de Lugo para conquistar la última isla del archipiélago; contaba con aliados descontentos con el predominio de Taoro y su Mencey Bencomo sobre el resto de Tehinerfe, “divide y vencerás”. Brincaban su ojitos diminutos con solo rememorar como les engañó con promesas que, desde luego, no pensaba cumplir; con el infiel es legítimo mentir en beneficio de la sagrada cruz para someter a los adoradores del dios bárbaro Achamán. Había tratado secretamente con Añaterve, Mencey de Güímar, y creía poner a su lado a los Menceyes Ajoña de Abona, Perinor Adeje y Rosmén de Daute; el Mencey Pelicar no contaba en el proyecto del español en la conquista de Tenerife, ya era viejo y temía a los llegado de allende los mares. Una sonrisa torcida iluminaba su rostro con sólo pensar en el regocijo de sus Reyes Católicos tras el aumento de sus tierras bañadas por la sangre de su espada y las avemarías de su cruz roja bajo fondo gualda. Llegaba a la isla acompañado de un converso, el que en su libertad llamaban Tenesor Semidan y, después de abrazar el cristianismo, recibió en el bautismo el nombre de Fernando Guanarteme.
Pensó el de Lugo, antes de atacar, que Duriman Bencomo, el gran Mencey de Taoro, tendría a su lado, a Beneharo Mencey de Anaga, a Pelicar de Icod, a Zebenzui de Tegueste, Acaymo el de Tacoronte y, sin duda, a su tío el valeroso guerrero Tinguaro el de Aguere. Al invasor español acompañará durante la conquista Gonzalo de Castillo que conocía a través de los monjes de Güímar la lengua de los paganos, así podría engañarlos en su propia lengua.
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“¡Guañoht Achamán¡”
Así gritaba Beneharo de Anaga, el Mencey que no pudo soportar la humillación de la derrota, la amenaza del cautiverio. De gruta en gruta, de colina en colina, huyendo de la melancolía y del dolor que le asediaba, lanzaba lastimosos ayes, con la mirada turbia y ausente, Beneharo invocaba la protección de Achamán. Sólo el cielo podía darle amparo. Su locura es irremediable. Apenas pueden ya los guanches oponer resistencia a los españoles que poco a poco han ido dominando la isla. Beneharo supo que el fin estaba próximo y aquella certeza acabó con nublar su entendimiento. Errante por el desfiladero clamaba a las alturas.
De nada había servido la victoria en Acentejo y aún retumba en los oídos de Beneharo, el Mencey de Anaga, los silbidos y el estrépito de la granizada de piedras y troncos de árbol que hicieran besar el polvo a muchos castellanos; de nada, las rocas teñidas de rojo del desfiladero tras la batalla de Acentejo; de nada, tantos muertos que quedaron despanzurrados en el barranco entre macerados charcos de sangre; de nada valió que más de seiscientos españoles y trescientos canarios conversos mordieran el polvo de la derrota cuando la primera victoria; de nada, el contemplar, tras aquel combate, de apenas tres horas, los cadáveres de los invasores: yacían inertes, desparramos, en su mayoría desfigurados, con los cráneos machados por las certeras pedradas y asaeteados por las lanzas de los intrépidos guanches. Ya no le podrían hacer daño los muertos, pero de poco sirvió tanta sangre; de nada, ver en los setos de zarzamoras los cadáveres de caballos con sus tripas al aire, sus vientres abiertos por afilados cuchillos de obsidiana; de poco, el botín de guerra esparcido en el barrando: alabardas chorreando sangre, lanzas de fresno con puntas brillantes de acero, flexibles espadas toledanas, corazas, celadas, escudos azules con una inmensa cruz blanca abandonados tras la pelea; de nada valieron a los guanches los arcabuces, mosquetes, cañones de ancha boca y falconetes que no sabían utilizar; de nada sirvió al canario abatir a cientos de enemigo, dejarlos batidos implorando la piedad que el invadido nunca negó; de nada valía, ahora que le venía a la mente, el recuerdo de la rendición de Martín Ceballos y sus hombres suplicando clemencia tras la derrota de Acentejo; de nada que le entregaran al Mencey Bencomo, en señal de paz, una flexible espada toledana; de nada que su valiente guerrero Payneto de Anaga, con sus propias manos, hubiera matado a nueve castellanos en aquella épica batalla; de nada servía ya que le tumbaran abajo media dentadura al de Lugo y le llamaran después con sorna “quijada rota”.
“¡Guañoht Achamán¡”
Pero nadie le respondía. Sólo el eco de su gritos rebotando de roca en roca y de barranco en barranco, sólo el sonido de su voz desahiéndonse en el aire.
Beneharo, hombre temeroso de su dios y de sus antepasados, se opuso, con toda su alma, a la derrota de su adorado Acorán por un nuevo y sanguinario Dios. Luchó con denuedo para que Acorán no fuera sustituido por otro traído por el invasor; aquel que bajo una cruz protege a los extranjeros que matan y expolian sus tierras y ganados. El Mencey, con sus guerreros de Anaga se había enfrentado a los que una traicionera noche llegaron a la isla envueltos en grandes y fatídicas sombras; espíritus malignos sobre gigantes pájaros negros y silenciosos que, al tocar la playa, clavaron sus zarpas en un amanecer que barruntaba pesares para los pobladores de la isla. Beneharo mientras huye sabe que cuando el español desembarcó el Guayote en el Echeyde sonrió con maldad.
Ni siquiera ahora que corre derrotado se arrepiente el Mencey de Anaga de su proceder en defensa de su tierra. Debió matar a Guanarteme “el converso” cuando llegó a sus dominios con un mensaje del invasor. Se limitó a preguntar ante las amenazas del de Tamarant: “…que los castellanos poseían armas misteriosas que vomitaban fuego y mataban a gran distancia”, ¿Pero podrían los castellanos con aquellas armas volar las montañas que el propio Acoran había colocado en la isla? A la amenaza de que el español había sometido grandes animales de cuatro patas, que les llevaban sobre sus espaldas a la velocidad del viento; preguntó al converso ¿Cómo conseguiría con aquellos monstruos atravesar los impenetrables bosques de la isla, cómo podrían cruzar las paredes de los barrancos cortados a pico, cómo recorrer los estrechos senderos de cabras, que discurrían a lo largo de incontables precipicios? Uno de sus hombres, para demostrar que no temía al desconocido caballo, lo levantó a pecho con sus propias manos ante el asombro de los recién llegado.
Beneharo, zambullido en la demencia, mientras huye desesperado, recuerda a hija Guacimara “Flor de Anaga”, a sus hombres, pacíficos pastores y pescadores, oye los balidos angustiados de sus rebaños cuando no robados dispersos vagando por los riscos. Comprende que su altivo orgullo se enfanga en la derrota; que su ímpetu y valentía de nada han valido para expulsar al invasor. Se contempla cansado, con sus pies descarnados, sucio y a punto de caer en las garras del español. Vaga como un poseso por las peñas, preso de la locura.
Ahora al Mencey Beneharo de nada le servía que Ruyman, hijo del Mencey Bencomo y prometido de su hija Guacimara, peleara como un valiente defendiendo su patria. Fue herido, su pecho roto por una jabalina allí donde Fayneto perdió la vida al atacar, sin su consentimiento, el campamento de los castellanos en Santa Cruz. Sabe que ya nunca más se honrará al intrépido Ruyman con el saludo real: “¡Zahamat Guayohec!”. Presiente que Guacimara marchará de su cueva con el derrotado hijo del Mencey de Taoro a un lugar apartado donde lamer las heridas; el joven partió con apenas un puño de gofio en su bolsa su zurrón de piel de cabra. Como dijo a sus próximos: “…me marchó a donde sólo haya sol, mar y soledad; ningún hombre, ninguna lucha, ningún amigo, ningún enemigo, ninguna mala mirada y tampoco buena”. Presiente que jamás volverá a ver a su querida hija y, presiente, que cuando la busquen sólo hallaran sobre su yacija una cadena de conchas como pequeñas estrellas: el collar que llevó la esposa del gran Tehinerfe, su antepasado, el Mencey de menceyes; aquella prenda sólo debía ceñir el cuello de una Reina de Taoro. Lo que su Guacimara no pudo ser tras la dolorosa derrota bajo la espada del español llegado a la isla con promesas falsas.
Tuvieron razón las magades, las sacerdotisas, que al levantar el velo del futuro, no pudieron contener las lágrimas y vaticinaron que Guacimara debía morir con Ruymán, conforme al designio de Acorán.
Comprende Beneharo, preso de la pena, mientras corre de risco en risco, que se equivocaron. No supieron leer los presagios que sobrevolaron el Tagoror, cuando esperaban a los príncipes de las tribus isleñas para organizar la defensa: Anaterve no apareció a la reunión y tampoco se supo olfatear el cargado ambiente reinante. En un extremo alejado permanecía sentado Pelicar que, acariciando su larga y blanca barba, reflexivo miraba a lo lejos; tampoco se supo entender a tiempo que los meceyes de Adeje Pelinor, Romén de Daute, y Ajoña de Abona, hablaban entre sí, distantes, en voz baja, como la conquista de la isla no fuera con ellos; solo miró el quehebí Bencomo la disciplina expectante, con que Zebenzuí Mencey de Tegeste, Acaymo Mencey de Tacoronte y el mismo, Mencey de Anaga, junto al erguido y vigoroso Tinguaro aguardando órdenes. No se supo leer como en Tamarant Tenesor Semidán, había abrazado el cristianismo, se había sometido a la Corona de España y llegó, en sus naves, junto al invasor.
No se arrepiente el Mencey de Anaga de su proceder; juró, por Echeyde y por los huesos de sus antepasados, morir por el amor de su pueblo en el corazón y mantuvo su promesa de no traicionar a los suyos y luchar hasta morir contra todo aquel que quisiera subyugarlo.
De nada había valido que el valiente Tinguaro perdiera la vida, después de que el viejo jefe luchase como un bravo guerrero contra el castellano; de poco que se defendiera su tierra sin temer a la muerte; de nada que combatiera, a un tiempo, contra siete jinetes con una alabarda, que había arrebatado en la batalla de Acentejo. Quebró algo de si mismo en su interior cuando, de un golpe de lanza, alcanzaron a Tinguaro en el hombro izquierdo. Fue en la desdichada batalla de La Laguna Aguere; cayó de su mano el escudo de corteza de drago; de nada le valió que derribara del caballo a dos enemigos; todo para quien admiraba terminó cuando Pedro Martín Buendía, a galope, avanzó hacia Tinguaro y clavó una jabalina en su muslo; de nada sirvió luchar sin cuartel contra el invasor castellano. Terminó su existencia, cuando una jabalina atravesó su fornido y canoso pecho; allí en el suelo quedó inerte uno de los más grandes jefes guanches. Sentía como la desesperación se apoderaba de sus entendederas cuando recordaba que el cadáver de Tinguaro, aún chorreando sangre, fue llevado por cuatro arcabuceros a presencia del de Lugo. Disfrutó el español contemplando la fatídica muerte del egregio guerrero guanche; Beneharo sintió que sus esencias volaban cuando el castellano, sin piedad y como escarmiento, ordenó cortar la cabeza del caído, clavarla en una lanza y conducirla como trofeo de caza a la vega. Aún le retumbaban en la cabeza el Tedeum, entonado por el canónico Sacarinas, mientras a lo largo de la vara de la lanza hundida en el punto más alto de la colina, goteaba la sangre de su compatriota.
Entre delirios pudo distinguir Beneharo la gritería de un piquete de españoles que le perseguían para hacerlo prisionero. Se enfrentó con ellos el Mencey de Anaga, causándoles gran daño, pero sus perseguidores eran muchos y, malherido, hubo de seguir escalando para defenderse e intentar recobrarse.
Ahora que cree llegar su final, rememora, entre lamentos, como la victoria de Acentejo hizo olvidar el fatídico oráculo de las sagradas sacerdotisas del Tamo Gantem Acoran, la Casa del Dios Todopoderoso.
El de Lugo salió, el 8 de junio de 1494, huyendo de la isla, con el rabo entre patas, pero cumplió con creces el grito desafiante que lanzó al cielo antes de partir:
“¡Volveré!”
Volvió con más sangre, más penurias para su pueblo. Ahora el valiente Beneharo al grito de ¡Guañoht! ¡Achaman! prefiere morir como antes lo hiciera en Tamaránt el valiente Benthejui lanzándose al vacío antes que rendirse o dejarse apresar por las ensangrentadas manos de los castellanos.
¡Guañont! ¡Achamán¡
Así gritaba Beneharo el de Anaga, ahora apenas un reflejo de lo que fue. Se quebró la cordura que quedaba en sus ojos. Ya con Sendeto su padre, había combatido a los españoles. Grande fue su ira cuando cinco anagenses quedaron ahorcados en el torreón de Añaza pese a los acuerdos de paz que se habían establecido con los jefes cristianos. Sendeto y Beneharo demolieron entonces la fortaleza y arrojaron a los invasores de la isla. Y luego, cuando ocupó el trono de Anaga, continuó resistiendo a la conquista. Había participado en la liga de Taoro propuesta por Bencomo y, así, tomó parte en la victoria de Acentejo y siguió después hostigando constantemente al enemigo. Más en Aguere, tras la derrota, comenzó a hacerse imparable su extravio. Sin que nada pudiera evitarlo, la isla acabaría siendo sometida. Beneharo lo sabía.
Eso acrecentaba su locura.
Beneharo, el Mencey de Anaga, se aproxima al risco y pierde la vista en las crestas azuladas. Sus ojos enrojecidos, sitiados por la locura de la desesperación, por última vez vivo contemplará sus dominios. Antes fueron de sus padres y tiempo atrás de sus antepasados; aquellos que le esperan en la otra orilla. No llora, no dará a los castellanos el gusto de verle gimotear, a quienes como perros hambrientos corren tras él sorteando las pedregosas veredas del macizo. Etéreo se lanzará al grito de ¡Guañont! ¡Achamán¡ Volará liviano, frágil, acariciado, balanceado por la tenue brisa de su Anaga del alma en el descenso. Era tan sencillo dejarse caer, librarse aéreo de los españoles que se aprestan a detenerlo, humillarlo, burlarse en su cara de la derrota de su orgulloso pueblo.
Nunca, por ¡Acorán! No le prenderán jamás vivo, de ningún modo hallaran sus despojos, no llevaran cautivo su cuerpo para escarnio y escarmiento de los suyos. Ni siquiera muerto le disfrutarán. Recuerda con rabia como decapitaron a su respetado Tinguaro y lanza al cielo atronadores gritos contra el castellano que no honra a los muertos en combate; el español no es un pueblo con el que quiera compartir sus últimos días. Prefiere la muerte, desea desaparecer lejos de las garras del invasor, desbaratarse como la brisa de los alisios se confunde entre los pinos. Disgregarse de la espada que llegó tras una cruz, de los voceros de paz y concordia que sólo regalaron calamidades y la infesta modorra que hizo estragos entre sus compatriotas, de los castellanos que anegaron de sangre, castigos, infortunios y desventuras a los guanches que sometieron.
¡Guañoht! ¡Achamán¡
Entre los cerros de Anambre, de Chinobre, de Taganana, resonaba la súplica, los gritos alucinados y patéticos. A punto de darle alcance, los españoles le invitaron a rendirse. Beneharo desde lo alto de la cima, contempló sus dominios de Anaga. Miró la tierra como si quisiera aprenderla con la mirada o como si se despidiese. Estaba decidido a no caer en manos de sus enemigos. Le horrorizaba la vida de esclavo
Al grito de ¡Guañoht! ¡Achamán! abrazará con sus manos abiertas el vacío contemplando el mar que, con espumarajos, baña aquellas abruptas costas de acantilados cortados a pico; descenderá aplacando sus congojas el recordar los buenos tiempos de paz y ventura, a su hija Guacimara “Flor de Anaga” que vio crecer libre, a sus valientes guerreros muertos por su patria, a sus ganados, a sus perros. Volar con las alas libres del canario, desprendiéndose de su consternación, hasta encontrarse, de nuevo, con la perdida libertad, con la ansia emancipación. Ansia ahora Beneharo saltar hacia el horizonte e integrarse de una vez por todas en el vacío que se abre a sus pies. Nunca pensó que cientos de metros abajo las retamas, los hierbajos y las piedras del barranco, con sus correntias cristalinas hasta besar el mar, le recibirían sin piedad y que el fatídico suelo le acogerá violento.
¡Guañoht¡ ¡Achamán¡ grita y vocifera desafiante a los españoles que le persigue en tropel convencidos que antes o después sucumbirá por el cansancio y las heridas; da lástima observar al Mencey de Anaga, sucio y enterregado, con su Tamarco desmadejado, empapado en sangre y con sus extremidades a punto de fallecer por el tremendo esfuerzo de la huida y los continuas enfrentamiento con sus perseguidores. El de Lugo ha puesto precio a su cabeza, aunque lo prefiere vivo, al menos, por ahora. Servirá para que los otros guanches alzados aprendan en cabeza ajena o para ser vendido en algún mercado de esclavos de Sevilla por cuarenta doblones en oro.
No le cogerán vivo. Por fin acabarían sus penas, desea la partida y, cree que en el recuerdo, su alma recobrará la serenidad y tranquilidad perdida tras la derrota ante los españoles. Se encomienda a Acorán con devoción. Jamás pensó Beneharo, el Mencey de Anaga, que sus huesos se romperían al caer pesadamente de tanta altura, en que sus vísceras reventarían con un ruido seco y sus líquidos correrían barranquillo abajo confundiéndose con el agua de los barranquillos, empaparía sus limos y quizás sirvieran de alimento a los sapos que regentaban sus recovecos. Jamás creyó el otrora altivo Mencey que los guirres de la zona, que planean livianos entre brisas, por fin conocerían el sabor de su carne y que los cuervos conducirían parte de sus entrañas a sus crías en el escarpado risco. Que los polluelos, en sus nidos, recibían a sus progenitores con alboroto placentero al olfatear la llegada de alimento.
Volvió a mirar con los ojos presos de la locura; allá en el horizonte las montañas azules se confundían con el plomizo cielo, un poco más acá, recortando los lilas, un añil que resurgía tras el polvo atmosférico traído desde el Sahara. En lo alto del risco, casi tocándole, mirándole con lástima su perro, que siempre le acompañaba al combate, luchando sin miedo a su lado, no se separa de su lado. Presiente el animal el final que se avecina en aquel que tiene la sesera perdida. Cuando Beneharo lo mira, es ahora su última compañía, menea su rabo y respira fuerte, sacando su lengua reconfortándole con el cariño que le profesa incluso en su patético estado. Pero Beneharo, el Mencey de Anaga, vuelve a sus negros recuerdos.
Luego, recomponiendo su melena alborotada por el viento que pelaba aquella meseta que se alzaba hasta caer perpendicular a una barranquera profunda, miró, de nuevo a su querido perro, se deshizo de las hojas que se pegaban a su tamarco y se aprestó a poner fin a su existencia.
Un canario saltarín se posó en una retama que se agarraba al precipicio y pió con fuerza, parecía cantar a las excelencias de la vida en libertad. Beneharo le mira con adoración y piensa que el también volará hacia sus antepasados. Una sonrisa alocada cubre ahora su rostro, le llega la paz, ya no le escuecen sus heridas y sus músculos rejuvenecen con la caricia del viento que ahora parece cantar en su querida Anaga. La tranquilidad del final próximo, el sosiego de alcanzar la cima de aquel macizo le calma, la serenidad anega todo su cuerpo. El odiado español no dispondrá del placer de separar su cabeza del tronco para clavarla en una lanza y mostrarla entre Tedeum, ni llenará su bolsa vendiéndole como esclavo en la lejana España, ese pueblo que llegó como una maldición de allende el mar; esos seres que carece de honor, incumple su palabra y ha hecho del robo su forma de servir a su dios. El viento arreció en lo alto de la loma y sus cabellos desparramados cubrieron su enrojecido rostro, aromas a retamas y ajenjo le recordaron la primavera.
Volvió a mirar atrás se acercaban los castellanos, sus piernas colgaban al precipicio, una racha de viento beso su cuerpo y Beneharo tragó y expiro el soplo que traía olor a libertad, le reconfortó, miró de nuevo al infinito. Su tiempo en aquella erguida atalaya de Anaga acaba; observó, de nuevo, al profundo barranco, boca sin dientes que le esperaba, que aguardaba su final. El perro gimió con tristeza, auguraba la despida de su amigo que pegó en él sus ojos ahora libres de la locura.
Al contemplar el infinito observó como en un instante ante si se representaba su vida, ahora los momentos felices. Tras tocarse el pecho grito: ¡Acoran jamás llevaré bajo mi tamarco una pequeña cruz brillante como lo hiciera el traidor Guanarteme! Batió sus piernas que colgaban en el precipicio y se aproximó al horizonte donde sus antiguos le esperaban, creyó ver al Gran Tehinerfe, a Tinguaro y tantos otros guanches que le precedieron; luego voló, liviano planeó en brisas cálidas, se sumergió dentro de una luz deslumbradora que le atrajo y le arrebató todo el pesar que inundaba su dolorido cuerpo.
Enormes cuervos negros revolotean con graznidos siniestros y amenazantes sobrevuelas a los perseguidores del valeroso Mencey de Anaga; luego se lanzan en vuelo en picado contra los españoles, les conminan a dejar el lugar que eligió el Gran Mencey para poner fin a sus días. Corren ladera abajo como si el mismo diablo les hubiera robado el alma.
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