sábado, 18 de abril de 2009
LA ESTATUA Y LA PALOMA DE LA ESCUELA DE ARTES APLICADAS Y OFICIOS ARTÍSTICOS DE LA PLAZA DE IRENEO GONZÁLEZ.
El Gobierno de Canarias no acaba de comprender que en LA EDUCACIÓN, y realzo con mayúsculas la palabra, reside el porvenir de un pueblo que quiera ser libre; olvida que la cultura es un pilar fundamental para su desarrollo como pueblo y determinará, sin duda, su bienestar futuro. Por ello traigo esta historia y critico la nefasta política educativa del Gobierno de Canarias que actúan como rebenques cuando se trata de la cultura de nuestro pueblo y ha tramado ahorrar perras en las Enseñanzas de Formación Profesional y Artísticas.
Se cuentan, en voz baja y mejor en noches de luna llena, historias sobre el antiguo edificio que albergó durante mucho tiempo la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Santa Cruz de Tenerife; hoy denominada de Fernando Estévez, edificio declarado, con fecha de 7 de julio de 2008, “Bien de Interés Cultural”, con categoría de Monumento: "Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Santa Cruz de Tenerife.
Entre estas historias destacaría una publicada en una revista que vio la luz en junio de 1987 y que se llamaba “El Hornillo”, en ella los alumnos, junto a sus profesores, que temían ser desalojados del viejo edificio, recordaban leyendas de la Ciudad de Santa Cruz de Tenerife.
“Ireneo González, cuadrada y pequeña plazoleta, que acoge la sombra de un edificio entrado en años. Cuando la noche baja desde el Parque García Sanabria, tras las paredes del vetusto edificio, extraños ruidos rompen el silencio de las vacías aulas .
En la planta alta, detrás de la puerta de la clase de pintura que hace esquina, un singular suceso acontece con patética reiteración. Tanto es así, que la estatua que preside, con mirada esquiva el destartalado jardín, en más de una ocasión ha cambiado de pose. Es como si afinara sus oídos intentando descubrir qué sucede tras la raída puerta. Todas las noches el mismo sonsonete: suena a picoteo de cemento, unido a un quejido lastimero. Ni los calores del verano, ni las escarchas de las frías noches de invierno habían logrado cambiar el porte orgulloso de la estatua. Con el torso semidesnudo lo soportaba estoicamente. Desde su descuidado pedestal era testigo mudo de muchas generaciones de estudiantes, profesores, de amores, pasiones e incluso pasiones mal disimuladas. Nada de ello había cautivado su interés, muy al contrario reía con sorna al contemplar lo efímero de las vanidades humanas. Sin embargo aquel eco, cuando ya había entrado la noche, le espoleaba la curiosidad.
Aquella velada trajo también el tintineo tras la puerta del aula de pintura. Alongó su cabeza y con sus ojos de piedra escudriñó, pero le fue imposible traspasar aquella puerta raída y desgastada. No pudo, en su siempre joven rostro, impedir un gesto de fastidio. De nuevo el garabateo monótono y cansino, el repiqueteo tras la puerta. La noche era fresca con una luna cebada y amarilla que un suspiro apareció y se ocultó tras una gaseosa cortina de nubes oscuras. Aquella que durante tantos años había permanecido estática en su pedestal no logró contenerse, la curiosidad le robaba su patética y orgullosa serenidad. No aguantó más y de un brinco se puso en el jardín, avanzó entre sus desaliñados hierbajos y, con el corazón gélido por la impaciencia, ascendió cautelosa las escaleras. En un suspiro se plantó ante la descarnada puerta, tras ella el extraño ruido persistía. Ahora su corazón de piedra retumbó encabritado; por fin iba a saciar su curiosidad. Sin pensarlo dos veces dio a su pestillo y penetró en el aula. El chirriar de los goznes oxidados le sustrajo un momento de la tensa espera. La estancia permanecía a oscuras. Algo raro había acontecido, el ruido cesó como por arte de magia. La situación le desesperó en extremo, había dejado después de tantos años su pedestal y ahora nada. Sentándose en un incómodo taburete permaneció, con la cabeza entre las manos, mascando la pena de su pueril proceder.
Tic, tic, tic…por fin de nuevo un susurro. Con ojos nerviosos recorrió toda la estancia hasta localizar su prudencia, provenía de lo alto, junto al techo, de una de las paredes que da al patio. Con inquietud entongó mesa sobre mesa y ascendió, con la misma velocidad con que había descendido de su pedestal. Algo golpeaba con pertinaz insistencia tras un pequeño muro de cemento que tapiaba una pequeña estancia. De un certero puñetazo hizo caer cascotes y dejó en libertad la pequeña celdilla. La oscuridad le impedía ver en su interior. La luna obesa y ahora azafrán reapareció en el cielo paseando sus plateados rayos rojizos por la puerta entreabierta. La estatua pudo, con sus pupilas de piedra, ver como una paloma, encerrada por algún desaprensivo, quedaba libre y revoloteada por el aula. Sólo se detenía a contemplar las pinturas de los alumnos. Luego se posó en el hombro de su libertador arrullando de satisfacción. Juntos, estatua y paloma descendieron las escaleras y subieron al pedestal. Hoy día la estatua no está sola y ha endulzado el rostro con la compañía de la paloma.
Todas las noches, a eso de las dos, se le oye arrullar mientras revolotea por las aulas de pintura. Desde el pedestal hace guardia su amiga de piedra”.
Se cuentan, en voz baja y mejor en noches de luna llena, historias sobre el antiguo edificio que albergó durante mucho tiempo la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Santa Cruz de Tenerife; hoy denominada de Fernando Estévez, edificio declarado, con fecha de 7 de julio de 2008, “Bien de Interés Cultural”, con categoría de Monumento: "Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Santa Cruz de Tenerife.
Entre estas historias destacaría una publicada en una revista que vio la luz en junio de 1987 y que se llamaba “El Hornillo”, en ella los alumnos, junto a sus profesores, que temían ser desalojados del viejo edificio, recordaban leyendas de la Ciudad de Santa Cruz de Tenerife.
“Ireneo González, cuadrada y pequeña plazoleta, que acoge la sombra de un edificio entrado en años. Cuando la noche baja desde el Parque García Sanabria, tras las paredes del vetusto edificio, extraños ruidos rompen el silencio de las vacías aulas .
En la planta alta, detrás de la puerta de la clase de pintura que hace esquina, un singular suceso acontece con patética reiteración. Tanto es así, que la estatua que preside, con mirada esquiva el destartalado jardín, en más de una ocasión ha cambiado de pose. Es como si afinara sus oídos intentando descubrir qué sucede tras la raída puerta. Todas las noches el mismo sonsonete: suena a picoteo de cemento, unido a un quejido lastimero. Ni los calores del verano, ni las escarchas de las frías noches de invierno habían logrado cambiar el porte orgulloso de la estatua. Con el torso semidesnudo lo soportaba estoicamente. Desde su descuidado pedestal era testigo mudo de muchas generaciones de estudiantes, profesores, de amores, pasiones e incluso pasiones mal disimuladas. Nada de ello había cautivado su interés, muy al contrario reía con sorna al contemplar lo efímero de las vanidades humanas. Sin embargo aquel eco, cuando ya había entrado la noche, le espoleaba la curiosidad.
Aquella velada trajo también el tintineo tras la puerta del aula de pintura. Alongó su cabeza y con sus ojos de piedra escudriñó, pero le fue imposible traspasar aquella puerta raída y desgastada. No pudo, en su siempre joven rostro, impedir un gesto de fastidio. De nuevo el garabateo monótono y cansino, el repiqueteo tras la puerta. La noche era fresca con una luna cebada y amarilla que un suspiro apareció y se ocultó tras una gaseosa cortina de nubes oscuras. Aquella que durante tantos años había permanecido estática en su pedestal no logró contenerse, la curiosidad le robaba su patética y orgullosa serenidad. No aguantó más y de un brinco se puso en el jardín, avanzó entre sus desaliñados hierbajos y, con el corazón gélido por la impaciencia, ascendió cautelosa las escaleras. En un suspiro se plantó ante la descarnada puerta, tras ella el extraño ruido persistía. Ahora su corazón de piedra retumbó encabritado; por fin iba a saciar su curiosidad. Sin pensarlo dos veces dio a su pestillo y penetró en el aula. El chirriar de los goznes oxidados le sustrajo un momento de la tensa espera. La estancia permanecía a oscuras. Algo raro había acontecido, el ruido cesó como por arte de magia. La situación le desesperó en extremo, había dejado después de tantos años su pedestal y ahora nada. Sentándose en un incómodo taburete permaneció, con la cabeza entre las manos, mascando la pena de su pueril proceder.
Tic, tic, tic…por fin de nuevo un susurro. Con ojos nerviosos recorrió toda la estancia hasta localizar su prudencia, provenía de lo alto, junto al techo, de una de las paredes que da al patio. Con inquietud entongó mesa sobre mesa y ascendió, con la misma velocidad con que había descendido de su pedestal. Algo golpeaba con pertinaz insistencia tras un pequeño muro de cemento que tapiaba una pequeña estancia. De un certero puñetazo hizo caer cascotes y dejó en libertad la pequeña celdilla. La oscuridad le impedía ver en su interior. La luna obesa y ahora azafrán reapareció en el cielo paseando sus plateados rayos rojizos por la puerta entreabierta. La estatua pudo, con sus pupilas de piedra, ver como una paloma, encerrada por algún desaprensivo, quedaba libre y revoloteada por el aula. Sólo se detenía a contemplar las pinturas de los alumnos. Luego se posó en el hombro de su libertador arrullando de satisfacción. Juntos, estatua y paloma descendieron las escaleras y subieron al pedestal. Hoy día la estatua no está sola y ha endulzado el rostro con la compañía de la paloma.
Todas las noches, a eso de las dos, se le oye arrullar mientras revolotea por las aulas de pintura. Desde el pedestal hace guardia su amiga de piedra”.
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