viernes, 23 de mayo de 2008

 

"DILE AL JUEZ ¡QUE TE COMA EL...”





Reían sin parar a la puerta de la sala de vistas. Los abogados carcajeaban sin poder contener las contracciones del cachondeo que les apresaba. Ante entretenido jolgorio les pregunté por qué estaban tan divertidos. Les impedía explicarme lo sucedido el simple hecho de recordar lo que acaba de suceder en la vista del juicio. La joven abogada, de ojos bellos e incendiada melena roja, sonriendo me miró. Recompuso su diminuta figura y cogiendo resuello me resumió lo que acababan de vivir:
-Es que no tiene desperdicio lo sucedido en un juicio donde yo defendía a esposa que presuntamente agredida por su marido y Antonio al macho agresor; nos toco el asunto por el turno de oficio.
Con mirada pícara, llevándose las uñas a la cara ejemplificaba y volvió una carcajada explosiva en Antonio el abogado contrincante. Desmadejado, llevándose las manos a la barriga, desgarró el aire con tremenda carcajada. Dejó la hermosa abogada unos hoyitos pícaros en sus mejillas rosadas y retomó su relato que auguraba ser entretenido:
-¡Mira, compañero¡ -exclamo la joven abogada- el juez, autoritario dispuso a la pareja de pie, uno al lado del otro: el marido, menudo y derrengado, custodiado por dos policías nacionales. Esposado en el banquillo de los acusados miraba al suelo con profunda tristeza; ella, mi defendida, corpulenta, con ganas de explicarse, se ubicó al extremo opuesto del primer banco. Aguantaba el turno de palabra llorosa, con esa postura dolorida de damisela acosada y puteada por un marido abusador. En su mano derecha apretaba, como si quisiera sacarle el jugo, un kleenex cargado de lágrimas y mocos licuados. Su marido llevaba el rostro en sangre viva, marcado, “rajuñado”, -como dijo al juez a la primera pregunta-. Negó categóricamente la acusación y apesadumbrado respondió -a las preguntas del juez- que jamás osó levantar la mano contra su esposa y tímido puntualizó que el agredido era él y que quien le acusaba “tenía la mano muy ligera”. -Concluyó avergonzado y compungido- que, como podía verse en su cara, su mujer le clavó las uñas intentando sacarle los ojos. Trajo la frase, “a esa pelandusca te juro por tus hijos que no la miras más en tu puñetera vida”.
Todos le mirábamos entre conjeturas y sinceramente creo que aquel personajillo con cara de pobre infeliz, nos convenció.
El juez, sorprendido por las manifestaciones de aquel individuo, desde luego nada habituales en su juzgado de violencia doméstica, preguntó:
-¿Qué me dice Señor?, le advierto que esta bajo juramento.
El acusado con un suspiro atemorizado exclamó:
-¡Dios del santísimo sacramento de Jesús…!
Después, ante la mirada expectante del juez, de los abogados y de los policías nacionales, se recompuso los pantalones sobre unas esmirriadas caderas y explicó porqué llevaba ensangrentados los cachetes. Contestó, no sin cierta vergüenza, que la causante fue su mujer nada más abrir la puerta de su casa. Se le tiró como una gata en celo y le propino una auténtica tollina. Concluyó, agachando la cabeza con una protesta/suplica/exclamación que hizo en voz baja:
- ¡Es que mi mujer, Señor Juez, tiene la mano muy ligera¡
Sorprendido por la respuesta del presunto acosador paso al interrogatorio de la que decía ser maltratada:
¡Señora, estos es un juzgado de violencia domestica! ¿Acaso su marido le pega?
Aquella mujer miró desafiante a su marido y, ajustándose la falda sobre sus corpulentos muslos respondió de rehilete:
-…¡Y que se atreva ese pobre infeliz que le rajo como a el cochino de mierda que es!
El juez, ahondando sobre el tema, continuó con su interrogatorio:
-¿Entonce es cierto Señora lo que dice su marido sobre las marcas que lleva en el rostro? :
No pudiendo la mujer contenerse, metió el kleenex en el bolso, y respondió:
-Y no le saqué los ojos al muy cabrón porque cobarde se echó a correr. Señor Juez que a mi no me pone los cuernos nadie, ni este comemierda con el que cometí el error de casarme. Tenia razón mi madre, que dios la tenga en la gloria, cuando me decía que era un putañero y un mujeriego.
Continuó el juez ahondando en sus averiguaciones:
-¿Entonces, señora mía, me quiere usted decir el motivo por el cual llamó al teléfono de las agredidas denunció a su marido por agresión?
Sin encomendarse a dios o al diablo respondió:
-Pues me lo dijo la abogada… así podría quedarme con la casa. Para que la viva con esta putona la vivo yo con mis hijos.
El Juez indignado, de inmediato, le advierte:
-Verá usted Señora, me veo en la tesitura de condenarla por la agresión que ha recibido su marido. Le impongo tres semanas de arresto y…
En eso, recompuesto el esposado marido, intervino:
-¿Dile ahora al Señor Juez que te coma el conejo?
El Juez al verse señalado con semejante consejo, indignado, ante el jolgorio general creado, dio un puñetazo sobre la mesa exclamó:
-Que condene a su mujer por intentar sacarle los ojos no le permite que sea vasto. Le advierto que se ha pasado con el comentario y, curioso por la afirmación, le preguntó:
¿A qué diablos viene ese, ordinario y grosero consejo para su mujer?
-Pues es sencillo, Señoría, es que mi mujer me dijo cuando la amenacé con denunciarla ante el Juez, que el juez le comería el conejo.






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