martes, 15 de abril de 2008

 

POLLOS, Y NO DE GALLINAS


-Cuida que no te trinque: ¡chivato de mierda!, ¡cuentista!, ¡cotilla!, ¡chismoso!, ¡soplón!
Nada más tenerlo a la vista, aspiró fuerte, cogió resuello y amenazó:
-Si te tranco distraído a menos de diez pasos, te planto en el hocico un pollo espeso, un escupitinajo, ¡hijo de cura!
El ambiente crispado anegaba el primer piso del Palacio de Justicia de Santa Cruz de Tenerife. Perico Pérez no lograba consuelo ante lo que tuvo que oír en el juicio sobre el accidente que le dejó parapléjico. A preguntas del abogado de la empresa su amigo, y para más joderla compadre, contestó sin dudarlo:
-Perico es tremendamente descuidado e iba borracho tieso.
Remató su hazaña, su compañero de trabajo, ahora testigo por la empresa, cuando respondió a la segunda pregunta del abogado:
-Mi compadre Perico decía que lo del arnés de seguridad es una mariconada.
Terminó el juicio y Pedro Pérez salió encorajinado, le desgarró por dentro el no poder correr a partirle las narices al “mentiroso lameculos de los cojones”, como farfullaba indignado. Me miró y le remiró, a un tiempo, con rabia y me dijo:
-Que ese adulón no se acerque a menos de diez pasos que la boca no la tengo dañada -Mientras intentaba lanzarle un escupitinajo.
Perico Pérez, desde su silla de ruedas, arrojaba sus soflamas amenazadoras; tras él, conduciendo la silla de ruedas una menuda mujer morena que lloraba desconsolada, mientras suplicaba:
-Perico de mi alma que la jodes más, tate tranquilo que el abogado lo arregla.
Ahora recuerdo que Pedro, como le puso su padre en el bautismo, nada más subirlo entre dos al despacho ubicado en el primer piso y sin ascensor, me cayó bien, me pareció un hombre sincero y nada más tenderle la mano, me dijo:
-Perico para los amigos.
Ahora se me caía el alma, al tiempo que me entraba una risa sorda por el esperpéntico espectáculo. El ver a Perico recolectando mocos espesos para lanzarlos contra quien hasta sólo unos minutos antes consideraba su compadre y su amigo de parrandas, bautizos, fiestas, carnavales e incluso entierros. Impotente berreaba sin cortarse un pelo aquel hombrecillo sentado, luchando por asirse sin lograrlo por la paraplejia que le acarreó el accidente laboral sufrido apenas unos meses atrás. Pero no se resignaba y exponía para todos los presentes un cabreo tremendo que gritaba a los cuatro vientos.
Cargaba los ojos irritados, encendidos como deflagraciones. Si las miradas mataran no duraría un segundo el testigo del empresario Rafael “el Lenguín”, como le apodaban desde chico. Nunca derramó una lágrima, ni siquiera cuando le acarrearon en su propio arnes, medio muerto al hospital. Ahora gruñía desaforado al testigo del empresario que viéndose descubierto miraba dubitativo, sin saber por donde perderse, esconderse tras su hazaña; barruntaba mañas babosas y se perdió por la escalera junto a quien le pagaba, un conocido explotador de trabajadores, con una relevante empresa de la construcción; de esos datrabajos que tienen más cara que un saco de monedas de Franco.
-Hay que joderse -farfullaba mientras se perdía junto a su emperifollado abogado.
La mañana entraba fría con un ambiente desangelado en la Avenida Tres de Mayo, pero los gritos de aquel ciudadano de apenas 40 años, en silla de ruedas avivaron el ambiente cansino de aquel Palacio de Justicia; eso al menos decía en la puerta de entrada.
Mira que el muy cabrón decir que me caí por el hueco de la escalera de la obra donde trabajábamos de ferrujas. Y terminó con:
-Es un lameculos de mierda.





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